Artículo extraido de http://sumacultural.unir.net/2013112810256/las-productivas-cicatrices-de-blas-de-lezo y escrito por Jorge Bustos.
"Dejaron de apodarle Patapalo para empezar a llamarle Mediohombre por
un mero prurito de exactitud. Sintió de niño una vocación original:
sujetar las costuras oceánicas de un imperio demasiado tirante, y logró
morir sin que se le rompiera ninguna, suturándolas con la propia piel
cuando fue necesario. Y lo fue desde muy pronto: a los 15 años,
habiéndose enrolado voluntariamente para luchar por su rey en la Guerra
de Sucesión, un cañonazo le seccionó la pierna izquierda. No es uno de
esos bautismos que animan a continuar en la carrera laboral escogida,
pero Blas pensó que sí, que todo lo contrario. Se hizo una pata de
madera, siguió en el servicio y le nombraron alférez por la serenidad
mostrada durante la hemorragia.
A los dieciséis atacó su primer barco inglés, el Resolution. Lo dejó
envuelto en llamas rojas cuyo reflejo danzaba en su rostro mudo de
satisfacción, ardiente de orgullo, estampa hermosa y trágica que le ganó
para siempre como le ganaría al pintor Turner después. Al año siguiente
empezaría especializarse en asedios pero por la parte de dentro, la de
la resistencia victoriosa, porque el poderío de la armada en que sirvió
menguaba al ritmo proporcional en que crecía el de los enemigos de
España. A Blas de Lezo en todo caso vencer con superioridad numérica le
parecía una ordinariez, una burocracia marcial desprovista de gloria.
Así que hizo de la necesidad virtud en cada puerto infame en que fue
sitiado por los barcos de la pérfida Albión, que se morían por acertarle
con el plomo en la cabeza y no en esas prescindibles extremidades.
Recién superada la adolescencia, defendió el fuerte de Santa Catalina en
Tolón, Francia, donde una esquirla de metralla estalló en su ojo
izquierdo, vaciándolo como un bombón de licor. Le dijeron que ya había
demostrado suficientes cojones, pero él replicó que todavía estaba
precalentando. Al poco ascendió a teniente de navío y después a capitán
de fragata.
Lezo había nacido en Pasajes, por entonces una aldea guipuzcoana
entregada al Cantábrico como el cosechador a su mies, y se relacionaba
con el mar con la naturalidad de las criaturas míticas de Homero: no
mediante el inquieto dominio de un patrón, sino mediante la facilidad
nativa del anfibio. En pleno océano el capitán Lezo siempre jugaba con
ventaja.
A los 25 años había capturado ya una veintena de barcos ingleses, a
los que cañoneaba de cerca para después abordarlos, en maniobras de una
temeridad que desarmaba a los ingleses. En 1714 le encontramos asediando
el puerto de Barcelona, alineado con el futuro Felipe V, pues Lezo se
había formado con los franceses. Barcelona, como sabemos y nos recuerdan
a su manera creativa los historiadores de cámara de Artur Mas, no se
rindió al advenimiento Borbón. El joven capitán mandaba el Campanella aquel
11 de septiembre de la primera Diada, y se acercó tanto al enemigo que
recibió una bala de mosquete en el antebrazo derecho, quedándole
inutilizado. Pero la ciudad fue tomada, y un año después Lezo puso rumbo
a una Mallorca conquistada por los ingleses que se le rindió sin pegar
un tiro. La contrapartida de la cesión de Gibraltar tuvo que inflamar de
vergüenza el pecho del marino vasco, aunque ya le iban quedando pocas
partes del cuerpo que inflamar. Acabada la guerra, el capitán vasco se
encargó de escoltar el navío que traía a España a la nueva reina, Isabel
de Farnesio.
Los de su cuadrilla, allá en el norte, adonde se había recogido
brevemente para recuperarse de sus heridas, lo bautizaron con sorna
escasamente épica: Anka-mortz. “Medio-hombre”, en euskera. Pero le quedó
cuerpo suficiente para mantener a raya a los corsarios ingleses y
holandeses o a los piratas berberiscos que depredaban los barcos
españoles bien cargados en Indias y camino de Sevilla. Se casó en Lima
con una criolla y tuvo siete hijos, a los que hizo menos caso que a sus
barcos, obviamente. Ganó 22 batallas y no perdió ninguna. La sola
mención de su nombre en un salón inglés se consideraba de mal gusto, y
en una taberna de marineros equivalía directamente a un ejercicio de
satanismo. Todos atribuían a un pacto fáustico la invencibilidad de
aquel español menoscabado y febril que se burlaba de las condiciones
objetivas de la superioridad militar.
Entonces el rey Jorge II se hartó. Utilizó el pretexto de la oreja de
Jenkins –un contrabandista británico apresado y desorejado por un
guardacostas español– para reunir la flota más numerosa de la historia
naval, duplicando a la Invencible y superada solo por el desembarco de
Normandía, y la envió al Caribe con una hoja de ruta, como se dice
ahora, muy claramente expresada al almirante plenipotenciario Edward
Vernon:
“Conquista toda América y acaba con el imperio español”. Una tarea así
debía empezar en Cartagena de Indias, el principal puerto de la América
española, plaza estratégica del comercio transatlántico.
Vernon enfiló hacia Cartagena con nada menos que 195 naves y unos
23.600 efectivos de tropa y marinería, incluyendo una aplicada
delegación de macheteros jamaicanos y 4.000 soldados de reemplazo al
mando de Lawrence Washington, hermanastro del famoso presidente yanqui.
Ahora bien: al frente de la defensa de Cartagena se encontraba
Mediohombre con seis barcos y unos 3.000 hombres en la fortaleza,
incluyendo 600 indios flecheros y una fueraborda para remolcar sus
huevos de comandante general. Vernon, con gentileza british, le mandó
una carta a Lezo diciéndole que ya había tomado Portobelo en Panamá, que
iba para allá y que hiciera el favor de no oponer resistencia no fuera a
ser que alguien resultara herido. Lezo, desde sus seis barcos y una
guarnición desvencijada, contestó exactamente esto: “Si hubiera estado
yo en Portobelo, no hubiera Su Merced insultado impunemente las plazas
del Rey mi Señor, porque el ánimo que faltó a los de Portobelo me
hubiera sobrado para contener su cobardía”. Y ya estaba armada.
Amaneció el 13 de marzo de 1741. Lezo, verdadero Napoleón de mar,
preparó la defensa apuntando los cañones de sus buques hacia las
estrechas bahías que dan acceso a la ciudad, embudo en el que quedó
encajada la formidable flota de guerra británica, que no dejaba de
cañonear los fuertes del puerto. Los españoles trataban de repeler el
fuego desde las baterías de tierra, a las que se sumaban los cañones de
los barcos equipados por el comandante Lezo con artillería de bolas
encadenadas que multiplicaban el destrozo causado a los cascos de los
buques británicos. Vernon echó el resto: bombardeó Cartagena durante 16
días a razón de 62 disparos la hora, dicen las crónicas. El estrago fue
terrible. Entonces Lezo tomó una decisión en apariencia desesperada:
quemó las naves, como Cortés. Hundió sus propios barcos a la entrada del
canal para obstruir el acceso marítimo a la ciudad, con lo que ganó un
tiempo precioso para organizar la resistencia en los fuertes. Cuando los
barcos de Vernon, después de remolcar los restos de la exigua flota
española, lograron entrar en la bahía, un entusiasmo prematuro se
apoderó del almirante inglés, que envió una corbeta a Inglaterra para
que llevara la noticia de su victoria, dándola por hecha. En Londres
incluso acuñaron moneda para celebrarlo: en ellas se grabó la efigie
arrodillada del archienemigo Blas de Lezo, rendido ante Vernon. Aquello
fue la madre de los whisful thinking.
Seis centenares de españoles aguantaban en el castillo de San Felipe,
una fortaleza literalmente inexpugnable de frente. Los ingleses
trataron de acometerlo por la espalda atravesando la selva, donde
contrajeron toda clase de infecciones mortales. Las bajas se redoblaron
cuando llegaron a la línea de tiro elevada de la guarnición del
castillo: el ingenioso Mediohombre había ordenado cavar un foso
alrededor de la muralla, de modo que las escalas con las que la tropa
británica pretendía el asalto resultaron cortas y los escaladores
quedaron a merced de los resistentes, que los tirotearon a placer. La
moral inglesa se derrumbó y Lezo, dándose cuenta, lo aprovechó saliendo
de la madriguera y guiando el ataque total sobre la retirada enemiga. En
primera línea de batalla se vio entonces a una suerte de derviche
enfebrecido, cojo, tuerto y manco, disparando con su único brazo y
saltando sobre su única pierna, una pesadilla dantesca grabándose en el
inconsciente colectivo inglés. Vernon ordenó la retirada a los barcos y
desde ellos asedió durante un mes entero el castillo, bombardeándolo con
desesperación rabiosa, pero no logró rendirlo. El pabellón de San Jorge
contaba ya más de 5.000 bajas, sus barcos se habían convertido en
hospitales y para evitar que cayesen en poder español algunos fueron
hundidos, pues les habían matado a la tripulación. Vernon comprendió que
debía regresar a Inglaterra y asumir ante el rey la humillación total
de la derrota. “God damn you, Lezo!”, cuentan que gritó desde la
cubierta del barco en que huía.
Aún reunió valor para amenazar al español por carta: “Hemos decidido
retirarnos para volver pronto a esta plaza después de reforzarnos en
Jamaica”. Lezo respondió para los oídos de la Historia: “Para venir a
Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra,
porque ésta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres,
lo cual les hubiera sido mejor que emprender una conquista que no pueden
conseguir”.
El comandante de los seis barcos había derrotado al almirante de los
195. Los ingleses no volvieron a desafiar la integridad del imperio
español hasta Trafalgar. Sin embargo, Inglaterra se acabaría portando
más generosamente con el vencido en Cartagena de Indias que España con
el vencedor. Vernon fue expulsado de la marina, pero finalmente se le
enterró en Westminster con un epitafio eufemístico, pues la humillante
batalla fue eliminada de los libros de historia ingleses por orden de
Jorge II. A Blas de Lezo, en cambio, se le acusó de temeridad en su
defensa numantina de Cartagena, su virrey le denunció ante la Corte y
acabó perdiendo el favor real. Murió meses después de la batalla, en
Cartagena, pobre, traicionado y sin reconocimiento, víctima de la peste
generada por los cuerpos insepultos de los ingleses que abatió.
Su
tumba no consta en emplazamiento conocido, como pasa con la de Lope,
Cervantes o Velázquez. Una tradición muy nuestra, que dice Reverte.
Para paliar esa injusticia, el Museo Naval cuenta todos estos hechos
en una exposición inaugurada por el ministro Morenés que se mantendrá
abierta hasta el 13 de enero. Aunque la muestra está siendo la más
visitada de cuantas ha organizado este museo, yo no me atrevería a hacer
una encuesta callejera sobre la figura de Blas de Lezo en el Paseo de
la Castellana. Tampoco es que importe mucho, esto es España.
Y no
parece que los ingleses vayan a hacer la película. En la ósmosis
pacifista en que flota por defecto toda sociedad primermundista, la
biografía del mayor marino de la historia militar española no puede
aspirar a despertar aficiones más concurridas que la filatelia o los
juegos de rol con dado poligonal. Que Lezo fuera guipuzcoano e
imperialista español tampoco es fácil de casar con el atribulado
presente de nuestras estrictas, cejijuntas etiquetas.
Pero la dura realidad es que son los hechos de armas los que
configuran la historia del mundo. América entera, de Tierra de Fuego a
Groenlandia, hablaría hoy inglés sin la aptitud para hundir barcos
ajenos de tipos como Blas de Lezo y Olavarrieta. Y cuando mañana un
licenciado español de letras cruce el Atlántico para conferenciar sobre
Borges, o para doctorarse en García Márquez, o bien ocupe una suculenta
plaza en el Instituto Cervantes de Nueva York, que no se llame a engaño:
su carrera profesional será posible gracias a los miembros que
Mediohombre sacrificó en combate en el siglo XVIII."
1 comentario:
La historia completa y rigurosa, sin novelar, en www.labatalladecartagenadeindias.com
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